Inspirado en el título del libro de Peter Chadwick, aprovechamos para hablar del hormigón y de la arquitectura brutalista que tuvo su especial protagonismos entre los años 50 y 70.
Hablar de arquitectura brutalista es hacer referencia a ese estilo arquitectónico que, después de la II Guerra Mundial, tuvo su auge en Europa, Asia Central y sobretodo en los regímenes soviéticos.
Surgido del Movimiento Moderno, durante los años 50 y hasta los 70 aproximadamente, este estilo buscaba romper con el modelo tradicional de arquitectura, dejando de lado la ornamentación y la estética ya que, después de la guerra, se necesitaban estructuras funcionales y baratas que favorecieran la reconstrucción del mundo sin añadir nada superfluo. Apenas contrastes de luz y sombras, ritmo y proporción entre huecos y macizos.
La intención era buena y práctica, pero los ánimos de la sociedad no eran los mejores. Las estructuras “crudas” y las faltas de ornamentos generaban una sensación de frialdad, sin ese toque “casero” que la gente necesitaba en esos momentos de postguerra. Además de la correlación de este estilo con regímenes políticos y la mala calidad de las construcciones para las viviendas familiares crearon el rechazo social, que aún persiste por este tipo de arquitectura.
El término de “brutalismo” tiene su origen en el término francés béton brut u ‘hormigón crudo’, un término usado por Le Corbusier para describir su elección de los materiales. El crítico de arquitectura británico Reyner Banham adaptó el término y lo renombró como «brutalismo» (brutalism, en inglés), término que identificaba dicho estilo emergente.
A día de hoy muchos son los edificios de corriente brutalista que podemos encontrar alzados en las grandes ciudades del mundo; teatros, bibliotecas, universidades o incluso complejos urbanísticos caracterizados por el singular tono grisáceo del hormigón.